¿Quién es la Iglesia? |
Por Sandy Feit
Como recién llegados a Atlanta, mi esposo y yo teníamos los ojos bien abiertos en cuanto a la vida en una gran ciudad. La vida en Rhode Island funcionaba a una escala más pequeña, y no me refiero solo a las distancias más cortas ni a las autopistas con menos carriles. Incluso, las iglesias caían en esa categoría, no solo por su cantidad sino también por sus dimensiones físicas.
Recuerdo haberle dicho a una amiga que las iglesias en el sur son tan abundantes como los restaurantes italianos en el norte. Además, nunca habíamos visto un santuario como el de la Primera Iglesia Bautista de Atlanta, con miles de asientos, un coro enorme y una orquesta completa. Sin embargo, a pesar de lo maravilloso que era todo esto, a mi preocupación se añadía el hecho de que había permanecido en el anonimato desde hacía bastante tiempo.
Entonces conocimos a Hubert, quien había pasado ya hacía varios años la edad de la jubilación, pero seguía manejando un negocio de camiones. También supervisaba el ministerio de consejería, servía como ujier, e incluso interpretó un año el papel de Nicodemo en un drama de Semana Santa. Pero su papel como recibidor de visitantes a la iglesia era lo que más impactaba de él.
Mientras que algunos podrían considerar que ese era un trabajo fácil, Hubert lo tomaba muy en serio. Por reconocer el valor que tenía una primera impresión, entrenaba al equipo para que fuera “no solo afable, sino además entusiasta”. Más que simplemente dar gracias a los visitantes por su visita, buscaba ayudar a los recién llegados a sentirse bienvenidos y orientados dentro de ese inmenso edificio.
Yo había dado por sentado que buscar una nueva iglesia significaba, inevitablemente, un período incómodo, al menos hasta que nos familiarizáramos con ella y nos uniéramos a una clase de la escuela dominical. En vez de eso, nos sentimos como en casa desde el principio, ya que Hubert, con su manera de ser tranquila y cálida, nos recibía con una gran sonrisa.
Entonces comenzó a atraernos a la vida de la iglesia. Todavía hoy, nos reímos al recordar la primera vez que mi esposo ayudó a recoger la ofrenda. En lo que respecta al servicio, éramos espectadores, una situación que Hubert decidió corregir. Al enterarse de que un ujier estaba ausente, fue directo a nuestra hilera y le preguntó a mi esposo si podía llenar la vacante en ese servicio. Y Elliot no habría puesto ninguna objeción, solo que su vestimenta veraniega no combinaba con el atuendo de los ujieres. Pues bien, en un santiamén Hubert había desaparecido para hablar con alguien de una necesidad inesperada, y reapareció con una chaqueta del tamaño adecuado. Minutos más tarde, allí estaba Elliot, pasando el platillo por el pasillo, vestido como los otros ujieres (es decir, excepto por sus sandalias).
Por alguna razón, todos los domingos se produjo una vacante a partir de entonces, y Elliot se unió oficialmente al grupo de ujieres. En poco tiempo, gracias a Hubert, nos volvimos activos en la escuela dominical y en el ministerio de consejería.
A pesar de que compartimos poco tiempo con Hubert antes de su muerte, hace una década, su rostro me viene a la mente cada vez que pienso en la iglesia. Creo que es porque él hacía lo que se supone que todos debemos hacer: mantenía sus ojos abiertos a las necesidades, y utilizaba responsablemente y de manera deliberada y creativa, las habilidades que Dios le había dado.
Y es por eso que otros rostros me vienen a la mente cuando recuerdo las diversas reuniones a las que hemos asistido. Veo a Rut, por ejemplo, que era conocida por su habilidad para contar historias asombrosas. Deleitaba a su público, tanto al predicar un sermón para niños, como al entretener a adultos mayores en una reunión.
También está Mabel, quien presidía los eventos con comida. Como dueña de una tienda de delicatessen, conocía todos los trucos del oficio, y por eso podía planificar cualquier menú y supervisar su preparación. De hecho, Mabel hacía que el trabajo en la cocina pareciera tan fácil (ella ni siquiera se ponía un delantal), que su experiencia se traducía en una confianza cada vez más grande para el resto de nosotras.
También recuerdo a Cindy y a Bob. Éramos nuevos en su iglesia cuando mi esposo necesitó una cirugía, por lo que nos trajeron una comida y aprovecharon la breve visita como una manera de conocernos. La pareja nos escuchaba bien, tanto a nosotros como, evidentemente, al Espíritu Santo: una simple pregunta que hizo Bob en cuanto a la operación nos ayudó a darnos cuenta de que nunca habíamos perdonado a la persona que había causado la herida inicial hacía casi cincuenta años. La sanidad espiritual fue tan placentera como la física.
Estas personas tenían diferentes dones que disfrutaban usando para “el bien de los demás” (1 Co 12.7 NVI). Para ellos, el ministerio era gratificante, en vez de ser simplemente un “programa”, un trabajo rutinario, o una lista de cosas por hacer. Como dijo Carol Cotton de su esposo: “Hubert amaba realmente al Señor, y simplemente quería servirle”.
Entonces, cuando usted piensa en la iglesia, ¿qué rostro le viene a la mente? O tal vez más específicamente, cuando los demás piensan en la iglesia, ¿ven el rostro suyo?