Debilitada por el hambre y abrumada por el desaliento, la mujer salió tambaleándose de su casa para terminar una última tarea, antes de entregarse a la muerte. No hacía mucho tiempo que su marido había muerto, y ahora a ella y a su hijo se les estaba acabando la comida.
Pero la viuda de Sarepta no tenía idea de que en su día de mayor desesperación, Dios iba a entrar en acción, y a revelarse a ella por medio de su profeta Elías (1 R 17.9).
Un desafío y una promesa
Toda la región había sido afectada por la sequía debido a la adoración a Baal por parte de Israel, liderada por el perverso rey Acab y la reina Jezabel (16.31, 32). A pesar de la advertencia de Dios (17.1) ellos se negaron a arrepentirse, y la lluvia cesó por completo.
La comida escaseaba y Elías dependía totalmente del Señor para sus necesidades más básicas. Cuando Dios le ordenó que fuera a Sarepta a ver la viuda, debió haber pensando que era sólo para su propio provecho, pero el Señor tenía una razón diferente.
Sarepta, una ciudad de Sidón al norte de Israel, era gobernada por Acab; sus habitantes no eran hebreos, sino extranjeros. La viuda había escuchado hablar del Dios de Israel, pero no le conocía personalmente. Su idea equivocada de Él, probablemente formada por su concepto de Baal, tenía que ser extirpada para que pudiera ver claramente al Dios verdadero que la amaba, y que quería que aprendiera a tener fe en Él.
El Señor empezó a aumentar la fe de la mujer durante su primer encuentro con Elías. Cuando llegó a la ciudad, el profeta la vio recogiendo leña, y le pidió un vaso de agua. Ella dio su primer paso de fe, al hacer lo que le solicitó el extraño. Pero mientras le conseguía el agua, Elías le pidió algo un poco más difícil: un pedazo de pan.
La viuda le dijo que no tenía pan, sino "un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una vasija" (v. 12). Estaba recogiendo un poco de leña para poder cocinar una última comida para ella y su hijo antes de que murieran.
Al pedirle que realizara actos de obediencia cada vez más difíciles, Dios estaba haciendo que su fe en Él creciera poco a poco. Darle un vaso de agua a Elías requería sólo un poco de esfuerzo y generosidad, pero compartir con Él algo de su poca comida sería un sacrificio.
Elías le dijo que no temiera, sino que hiciera primero un poco de pan para Él, y luego para ella y su hijo. Después le dio un mensaje directamente del Señor: "La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra" (v. 14).
Una invitación a arriesgarse
Ella ahora tenía la promesa de un milagro asombroso. ¿Debía creerlo y arriesgarse, confiándole su vida a este Dios de Israel? Si creía las palabras del profeta, lo más que perdería sería un mendrugo de pan, pero podía ganar una provisión inagotable de comida. Sin embargo, antes de que usted llegue a la conclusión de que ésta debió haber sido una decisión fácil, póngase en los zapatos de ella. ¿Qué haría usted si ha perdido casi todo, y el Señor le pide que le dé a Él lo poco que le queda? ¿Podría confiar en Él lo suficiente para obedecer, creyendo que proveerá para usted, como ha prometido?
Los tiempos de escasez son la invitación de Dios para tener fe en Él. Cuando enfrentamos la inseguridad económica nos damos cuenta de lo que siempre ha sido cierto: nuestra verdadera seguridad sólo está en el Señor y su Palabra. Tenemos básicamente dos opciones: aferrarnos a lo poco que tenemos y tratar de sobrevivir; o ceder, reconocer nuestra impotencia, y aceptar su promesa de que suplirá nuestras necesidades.
Nuestra dificultad no está tanto en aceptar la provisión de Dios, como sí en cooperar con su método. Por eso, a menudo, queremos que Él simplemente nos ponga en el regazo lo que necesitamos. Pero vemos, a través de la Escritura, que la promesa del Señor de bendecirnos materialmente está acompañada con su petición de que le devolvamos una parte. Esto puede parecer un gran paso de fe cuando las cuentas que tiene que pagar sean más grandes que sus ingresos, cuando esté desempleado, o cuando su cuenta de ahorros de la jubilación se esté agotando.
La viuda de Sarepta decidió creer y obedecer al Señor. Después de hacer primero una torta de pan para Elías, descubrió que el Todopoderoso cumple lo que promete: milagrosamente, su poquito de harina y de aceite no se agotaron (vv. 15, 16).
Una fe dinámica
La mujer debió haber quedado abrumada por el poder y la misericordia del Dios de Elías. Pero la fe no es una condición estática. Mientras vivamos en este mundo, nuestra fe será probada; estas pruebas son invitaciones a madurar en nuestra relación con Él. La nueva fe de la viuda en el Señor fue sacudida cuando, poco después del milagro, su amado hijo enfermó y murió. En su dolor y desesperación, ella culpó a Elías: "¿Qué tengo yo contigo, varón de Dios? ¿Has venido a mí para traer a memoria mis iniquidades, y para hacer morir a mi hijo?" (17.18). Había visto a Dios hacer una cosa maravillosa, pero todavía no entendía su carácter; pensaba que Él la estaba castigando por sus pecados.
Pero Elías conocía a su Dios, y su primera respuesta fue orar por lo imposible: la restauración de la vida del niño. (vv. 19-23) Y, una vez más, el Señor reveló más de sí mismo a la viuda, haciendo algo increíble. Cuando su hijo fue resucitado, los ojos de la mujer se abrieron a la verdadera naturaleza de Dios —a su amor, misericordia y poder redentor— y declaró que la Palabra de Dios era verdad (v. 24).
Nunca subestime la importancia de creer que la Palabra de Dios es verdad. Esta es nuestra base para la fe. Sin ella, dejaremos que las circunstancias determinen nuestra percepción de quién es Dios, y de si se puede confiar en Él. Pero si creemos que Él nunca miente, confiaremos en sus promesas, no en nuestros propios planes y recursos.
Al igual que la viuda, descubriremos que nuestros primeros pasos de fe son como un salto a ciegas. Pero a medida que experimentemos la fidelidad de Dios, cada paso parecerá más seguro que el anterior. Con el tiempo, desarrollaremos una fe que confiará en esta realidad más firme, que en todas las situaciones que nos tienten a creer que Dios no es digno de confianza.
Andar victoriosamente con el Señor está al alcance de todos los que crean en Él y se arriesguen a obedecer lo que Él dice. No puedo evitar preguntarme lo diferente que habría sido la vida de la viuda si no hubiera dado ese primer paso de la fe. Habría continuado en su condición desesperada; no habría tenido nunca un encuentro con el único Dios verdadero; nunca habría visto su provisión y poder milagrosos; y nunca habría aprendido a confiar en Él.
Nuestra dificultad no está tanto en aceptar la provisión de Dios, como sí en cooperar con su método.
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