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La crítica constructiva


La crítica constructiva


Decidamos ser padres positivos.

P o r M e l i n d a M e a n s

Hay algo particular en cuanto a los domingos por la mañana en mi casa. Me gustaría poder decir que se trata de un silencioso espíritu de reflexión mientras nos preparamos para ir a la iglesia. Sin embargo, me temo, que la escena evoca más fácilmente a un volcán en erupción. Con los años, a medida que mis hijos han crecido, la tensión ha disminuido. Sin embargo, recuerdo claramente una serie de domingos, cuando mi hija que tenía entonces nueve años, era el obstáculo principal de nuestra paz y puntualidad. Pero, milagrosamente, un domingo por la mañana se presentó en la puerta, vestida y a tiempo, pero toda desgreñada. Mi reacción no fue tan entusiasta. “¡Mírate el pelo, Molly! ¡No puedes salir de casa de esa manera!”, le grité. “¿Cuántas veces tengo que decirte que
te peines el cabello?” Sentí de inmediato una punzada de pesar profundo cuando vi la desgarrada expresión de su rostro. “Hice todo lo posible por hacerlo bien esta mañana, mamá”, me dijo tranquilamente. “¿No merezco algún reconocimiento?” Por ser una persona extremadamente perfeccionista, me inclino a ser más exigente que positiva. Y por si fuera poco, me resulta difícil no ahogarme en un vaso de agua. Estoy agradecida de que Dios, hace varios años, comenzara a abrirme los ojos para que viera que mi inclinación hacia la crítica estaba desalentando a mis hijos y reduciendo lentamente nuestro vínculo. El Señor me  llevó a hacerme algunas preguntas difíciles y esclarecedoras.

¿Qué es más importante, mi relación
con mis hijos o tener la razón?


A menudo estaba en lo cierto acerca de muchos de los defectos de mis hijos. Pero
el punto fundamental es éste: la crítica constante impide desarrollar confianza.
Mi obstinada insistencia de tener siempre la razón —en vez de saber elegir qué cosas
valía la pena discutir— estaba arruinando mi objetivo de crear un ambiente de apertura,
gracia y amor en el hogar. ¿Ha estado alguna vez un padre más en lo cierto que Jesús (quien nunca abusó de su autoridad)? Su corrección era instructiva —no destructiva—, y ofrecía sabiduría práctica para evitar futuros errores. Juan 8 cuenta la historia de la mujer
adúltera a quien los fariseos trataron de apedrear por sus pecados. Pero Cristo no
la condenó ni criticó. Tampoco le enumeró sus delitos. En cambio, le ofreció amor y
perdón, y al mismo tiempo le dio una orden clara: “Ahora vete, y no vuelvas a pecar”, Jn
8.11 (NVI).

¿Se trata de carácter o de control?

A lo largo de mi experiencia como madre, he llegado a darme cuenta de que gran parte de
lo que estoy tentada a criticar es el resultado de mi preferencia. Me frustro porque mis
hijos no hacen algo de la manera como yo lo haría, o como yo quisiera que lo hicieran.
Empecé a preguntarme, ¿Importa esto realmente? ¿Lo que están haciendo es una
cuestión de carácter que necesita ser corregida, o se trata de una cuestión de control de
la que necesito desprenderme? ¿Se trata de ellos o de mí?


La mentira o la falta de respeto, por ejemplo, justifican una disciplina rápida y
efectiva. Pero la crítica constante por el clóset desordenado o por la cama mal hecha,
debilita el vínculo entre padres e hijos, y pone en peligro la influencia de un padre o
una madre cuando sea necesario confrontar asuntos de mayor importancia.

¿Cuál es mi objetivo?

Los fariseos eran extremadamente apegados al cumplimiento de las normas.
Pero Jesús los comparó con “sepulcros blanqueados, que por fuera… se muestran
hermosos, mas por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia”
(Mt 23.27). Un espíritu crítico puede redundar en una obediencia aparente, pero también
genera un resentimiento latente, una actitud sentenciosa hacia los demás, y un
concepto de valor que tiene sus raíces en el acatamiento exterior. Al igual que los
fariseos, nuestros hijos se convierten en expertos en buscar primero lo peor.



Pero, sobre todo, el estar buscando fallas todo el tiempo afecta negativamente la
percepción de Dios por parte de los hijos. Aprenden a verlo como un Dios de castigo,
no de gracia. En vez de confiar, aprenden a angustiarse: Jamás podré estar a la altura
de lo que esperan mis padres. ¿Cómo voy a ser lo suficientemente bueno para Dios?
Cuando somos modelos de la gracia y la misericordia divinas, dirigimos la atención
de nuestros hijos a un Padre que es perdonador, paciente y receptivo. Proverbios
16.23-25 expresa la idea de esta manera: “El corazón del sabio hace prudente su
boca, y añade gracia a sus labios. Panal de miel son los dichos suaves; suavidad al
alma y medicina para los huesos”.

Podemos dejar que nuestras palabras
sean positivas y constructivas, para animar a nuestros hijos a crecer y a volar muy alto.
La elección es nuestra.

 

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